Sola en el Titanic
Sarah pensó que sería muy
oportuno, y quién sabe si provechoso, decirle a su marido que le quedaban pocos
días para embarcarse en el Titanic, el mayor transatlántico de todos los
tiempos.
Lo hizo de esta manera tan peculiar: "Querido amor:", así empezaba la última carta dirigida a su esposo. "Me siento sola. Una impotencia me zarandea sin piedad. He decidido marchar a tierras lejanas. Me voy en el Titanic".
John leería esas letras y podría pensar que era un ultimátum de la joven desconocida que le escribía cartas de amor. Desconocida, porque esas cartas que ella le enviaba no iban firmadas. ¿Qué haría él al respecto? ¡Quién sabe! De todos es sabido que hombres y mujeres se mal comprenden mutuamente en materia tan compleja como es el amor.
Y es que llevaban más de un año que no se hablaban ni se veían, aun viviendo en la misma casa. Después de asistir juntos a esas cenas eternas a las que eran invitados, cada uno se iba a sus respectivos aposentos: ella a la casita de campo, anexa a la principal; él a su cuarto de siempre.
El principal motivo de toda esta separación y posterior carteo era la lamentable pérdida de su hijo recién nacido... y que John no había sido ningún apoyo para ella. Se alejó de él, rota por el dolor, sin ningún tipo de consuelo, y la poca voluntad y la fuerza de la costumbre hicieron el resto. Pero le echaba de menos. Echaba de menos su marcado sentido del humor, sus profundos ojos verdes, su charla interminable, sus abrazos nocturnos... Su marido no es que fuera precisamente muy atrevido. Tras la muerte de su hijo conoció a Thomas Andrews Jr., el ingeniero naval encargado de la construcción del prometedor buque de la White Star Line, el Titanic, en una cena en Belfast. Entonces, emocionado por tan magno proyecto, decidió dejar a un lado el trabajo que tenía junto a su padre en un buffet de abogados e invertir en aquello una gran parte de su dinero, y el de ella. Lo debió considerar una buena oportunidad de demostrar a ese mundo incrédulo, capitaneado por su esposa, que algo sí que sabía hacer.
Una mañana, Sarah le dijo a Mary, su vieja doncella, que tenía que comprar dos
billetes para el Titanic, en segunda clase.
Sabía que ella, su tata de sesenta y dos años, la seguiría al fin del mundo si
fuera preciso, pero por la cara que puso ante su inesperada petición, le
aclaró:
—Mi querida amiga, debes hacerlo por mí.— Le cogió ambas manos—. En Nueva York podré comenzar una nueva vida. Vente conmigo, amiga querida... ¡Por
favor, no me mires así! ¡Ya no puedo más! Esas estúpidas cartas no causan
efecto... — dijo, lamentándose.— Y soy tan orgullosa ¡que ni muerta iría detrás
de él pidiéndole perdón! ¿Qué me queda ya, entonces? ¿Qué?— gritó Sarah,
quitándose con las manos las lágrimas que le caían por las mejillas.
Al día siguiente, Mary volvía a casa con los dos pasajes. Costaban un dineral, pero Sarah le había proporcionado todo lo que necesitaba.
Llegó el gran día. El viaje inaugural: 10 de abril de 1912.
Mientras
el coche que les transportaba recorría el muelle, ambas observaban cómo el barco se alzaba majestuoso ante ellas.
—El buque de los sueños...— murmuraba Sarah, admirándolo a través del cristal del coche. Mary, sentada junto a ella, apretaba su mano. «¡Pobre Mary! ¡Tiene que estar de los nervios!», pensó, dedicándole una tierna sonrisa a su amiga.
Un gran edificio de once
plantas, iluminadas con deslumbrantes luces, esperaba acoger a todos sus
habitantes en medio de un inusual ambiente festivo. Gente de todas las
nacionalidades ─hombres, mujeres y niños─ recorrían las calles
más inmediatas, dirigiéndose precipitadamente hacia las pasarelas por las que se accedía al
interior del barco.
Entre la gente que embarcaba,
Sarah tuvo que saludar a algunos conocidos, los cuales se dirigían unos a otros
significativas miradas; a ellas una falsa sonrisa ─o eso le pareció a
Sarah─ y una leve inclinación de cabeza. «Se estarán preguntando qué hago aquí
sin mi marido... ¡Bah! ¡Qué les importará a ellos!». Pronto estaría rumbo
hacia su futuro dejando atrás la vida que había vivido hasta ahora, con todas sus penas, sufrimientos y fracasos.
Ya en el interior del barco se olía a recién pintado. ¡Todo era tan nuevo! Ni una mota de polvo, ni un mueble fuera de su sitio... Ni siquiera las alfombras habían sido pisadas por nadie antes. Vigilantes, oficiales, personal del servicio... llevaban sus trajes impolutos, adaptados a ellos como el guante a la mano.
Una multitud de personas ocupaban los pasillos y les impedían avanzar con
soltura. Tardaron un buen rato en llegar al ascensor que les
llevaría a su camarote.
—¡Por fín estamos aquí, Mary! ¡Qué ilusión!...
Coloquémoslo todo y vayamos a recorrer el barco, ¿quieres?— Sarah estaba
exultante.
—Hija mía, me gustaría descansar… ¡Ve tú, anda!— le
contestó su tata, sonriéndole con esfuerzo.
Decidió subir por las escaleras a la cubierta
principal de paseo, en lugar de coger el ascensor. Una vez allí pudo
respirar hondo. Muchos pasajeros paseaban relajados por la cubierta. Los niños
corrían entusiasmados de un extremo a otro, llevando en las manos sus muñecas o
juguetes preferidos.
No sabía a cuántos nudos navegaba el barco, pero su
avance era impetuoso y se abría paso a través de las aguas tranquilas buscando
salir a mar abierto. Apoyada en la borda notaba cómo la brisa despejaba su
mente, atormentada por las posibles consecuencias que podía tener lo que había
hecho. No podía dejar de sentirse culpable por haber llegado a esa situación en
su relación. ¿Y qué tenía que haber hecho? ¿Un matrimonio no era cosa de dos?
John no había reaccionado cuando más lo necesitaba... La separación era
dolorosa, a pesar de todo.
Ensimismada en aquellos
pensamientos, Sarah se colocó bien el chal sobre los hombros y siguió caminando
por la cubierta.
De repente, se quedó
paralizada. Su corazón le dio un vuelco. «¿John? ¡No puede ser posible!». Efectivamente, delante de ella, pero lo suficientemente lejos para que
él aún no hubiera podido verla, estaba John, charlando alegremente con quien
debía ser su amigo Andrews. Sarah ahogó un grito y volvió sobre sus pasos, a la
misma vez que intentaba que su sombrero le ocultara la cara. «Pero, ¿qué hace
aquí? ¡Estos hombres! ¡Solo se esfuerzan por lo que les conviene!», se dijo,
bastante enfadada. «Seguro que va detrás de su nueva conquista...». Y con estos
pensamientos, solo interrumpidos por el sonido de una trompeta con la cual era
anunciado el momento de la comida como si se tratara de una carga de caballería, se fue corriendo al camarote sin la más
mínima intención de decírselo a su tata.
Esa noche cenaron en el comedor de segunda clase. Este era
bastante espacioso y acogedor. Tenía las paredes recubiertas con paneles de madera de
color natural y las sillas eran del mismo material.
En su mesa estaban acompañadas por dos
matrimonios y unos caballeros que viajaban solos, en busca de tierra
americana en la que poder ampliar sus negocios. Algunas sillas estaban vacías,
según la señora que se sentaba más cerca de ellas, porque habían sido invitados
a cenar en el restaurante à la carte, restaurante solo para primera clase, con el capitán y
algunos señores más. Sarah se acordó de John y de su amigo. Seguramente, estarían
cenando juntos.
Sarah dedicó el resto de los días a tramar lo siguiente. Decidió usar con su
marido lo único que le había dado algún resultado hasta ahora: le escribiría
otra carta, se haría pasar de nuevo por su joven enamorada. Uno de los mozos del servicio de correos del barco le serviría para hacérsela llegar. «Querido John:
Oíste mi llamada y estás aquí. Te espero el domingo a las cinco junto al gimnasio.
Por fin nos veremos». ¿Surtiría efecto su nota? Se iba a llevar una gran
sorpresa, eso sí.
El domingo, después de asistir al servicio religioso escondida en la última fila del salón dedicado a ello, Sarah paseó con Mary por la cubierta principal.
El domingo, después de asistir al servicio religioso escondida en la última fila del salón dedicado a ello, Sarah paseó con Mary por la cubierta principal.
Los días previos había estado muy nerviosa y se había dejado ver poco:
no quería toparse con caras conocidas, y mucho menos encontrarse con John.
Todavía no. Tenía que pensar qué le iba a decir y cómo se lo iba a decir. Mucha
gente viajaba en el Titanic, unas 2.200 personas, pero solo bastaba no querer
toparse con alguien para encontrárselo. Además, si algún conocido le iba con la
noticia de su aparición en este barco, mucho iban a murmurar sobre su extraña
situación conyugal...
No pudo seguir escondiendo su secreto durante más tiempo, le contó a su
tata que había visto a su marido a bordo. ¡Mary se puso tan contenta por la
sorprendente iniciativa de John! «Por una fulana desconocida», pero esto Sarah
se lo guardó. Mary le dijo que estaba deseosa de volver a verlos juntos y pudieran superar los
malentendidos que les atormentaban.
—Sarah, cariño, sé bondadosa con él, no le recrimines nada. Tú tampoco sabes lo que él ha sufrido.
—Lo intentaré, tata, lo intentaré.— Pero, Sarah, cruzaba los dedos a la
misma vez que afirmaba esto, deseosa de descargar sobre John todo el rencor que
llevaba dentro.
Por la tarde, a la hora convenida, Sarah se topó con John cuando éste dobló la esquina
donde se encontraba el gimnasio. La abrazó inmediatamente, como
si ya supiera que era ella, Sarah, su esposa y nadie más quien le esperaba
allí.
—Entonces… ¿Sabías que era yo la que escribía esas cartas?— le preguntó ella,
temblorosa.
—Claro, mi amor, desde la primera carta que recibí—
le contestó John, sonriente, sin dejar de abrazarla.
—Pero... ¿Cómo?
—Mary...
—Y, ¿por qué no me dijiste nada?— Sarah ya había
olvidado todo su rencor y lo que tenía pensado decirle.
—Porque te veía muy afectada, y te aislabas cada día
más. Pensé que no querías saber nada de mí. Tampoco me diste oportunidad de
acercarme… Cuando recibí tu carta en la que me decías que ibas a embarcar en el
Titanic, entonces decidí hacer lo mismo. Era la única forma de recuperarte…
Sarah y John estuvieron juntos toda la tarde. Hablaron
mucho, pues ambos lo necesitaban. Él la invitó a cenar en el Ritz.
—Quiero celebrar nuestro reencuentro en el mejor lugar
de este barco— le dijo.
Sarah flotaba en una nube mientras se arreglaba lo
mejor que podía para estar a la altura de la suntuosidad que albergaba tal
lugar. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba y quería que esa noche fuera la
primera de otras muchas noches repletas de felicidad. Mary la ayudó a peinarse
y a ponerse su mejor vestido, los zapatos negros y los guantes de terciopelo.
—Tiene que quererte mucho, Sarah, para hacer lo que ha hecho— le dijo ella.
—¡Oh, Mary! Eres la principal culpable de toda esta felicidad... ¡Te quiero tanto!— Sarah besó y abrazó a su amiga.
John la recogió en la escalera que daba acceso al
restaurante. La gran cúpula de cristal permitía iluminar el lugar con los pocos
rayos de luz que aún restaban del día. Su marido vestía muy elegante: smoking
negro, camisa blanca de hilo y pajarita negra de seda. Nunca le había parecido
tan guapo como en ese momento. Bajar por esa escalera cogida de su brazo
confirmó a Sarah que juntos acababan de reconquistar su deteriorado matrimonio,
segura ahora de que era deseado por ambos desde hacía tiempo.
En el restaurante à la carte, Sarah, pudo
codearse con los ricos y famosos que cenaban todas las noches
allí. Algunos conocidos se acercaron a saludarlos, entre ellos, Thomas
Andrews Jr.
—Mi esposa— le dijo John, intercambiando una mirada cómplice con su amigo.
—Un placer, señora— contestó Andrews, besando su mano—. Su marido y yo hemos conversado mucho sobre usted.
Ella era todo risas y agradecimiento. Notaba cómo le subían los colores a la cara, pero le encantaba poder
mostrarse así de feliz y orgullosa junto a su esposo. ¡A él también lo veía
tan dichoso!
La orquesta amenizaba la cena,
ante la cual bailaron como nunca hasta quedar agotados. John la abraza fuerte, seguramente para no dejarla marchar nunca más. Ella le dedicaba las mejores de sus sonrisas, y volvía a mirarse en sus ojos verdes. John había sufrido mucho, es verdad. Ahora lo sabía. Perder a su primogénito, perder a su esposa sin saber por qué, lo había anulado de tal manera que llegó a sentirse perdido y sin rumbo.
Después, John la invitó a acompañarle a su camarote,
donde les esperaba una fría botella de champán.
La zona de los camarotes de primera clase era
espectacular. Ya solo andar por los pasillos que daban acceso a los mismos era
todo un lujo: las paredes blancas empaneladas y con aplicaciones doradas, además de
las alfombras rojas de primera calidad, eran los testigos silenciosos de su amor.
Dispuestos a saborear el champán ya servido previamente en sendas copas, escucharon la voz desesperada de Thomas, el socio de John, llamando fuertemente a la puerta del camarote...
***
— ¡John! ¡John!
— ¡Qué pasa, cariño! ¿Qué pasa?— John, saltando rápidamente de la cama, miraba desconcertado a su esposa.
— ¡Johnny, coge al bebé! ¡Por favor, vámonos! ¡El barco se hunde!— Sarah, temblando, lloriqueaba aterrada. John la abrazó, intentando calmarla.
— Pero, cariño, estamos en casa, ¿no lo ves? Has tenido una pesadilla. Tommy duerme en su cuna como un bendito. No te preocupes.— Le acercó un vaso de agua que reposaba en la mesita—. Toma, bebe y volvamos a dormir.
— ¿Hablas del Titanic?— le preguntó, arropándola.
— Sí. Tú, yo y otras dos mil personas viajábamos en él— le contestó ella, aún asustada.— Y...
— ¡No me hagas reir! ¡Eso es absurdo! Thomas me ha dicho cientos veces que ese buque es insumergible.— John sonrió ampliamente, intentando quitarle importancia a la visión de Sarah—. Venga, mi amor, duérmete, no querrás que Tommy se despierte, eh, venga...— Dio un beso a su esposa, y se recostó a su lado algo intranquilo, pues todas las pesadillas de Sarah se cumplían.
(*) Mi más sincero agradecimiento a Antonio Durán por haberme prestado multitud de fotos realizadas por él mismo en una exposición dedicada al desastre del Titanic. http://dugallfotos.blogspot.com.es/
Al final cumpliste tu palabra y, efectivamente, publicaste un relato basado en el Titanic. Con lo que me quedo es sin duda con el final, tratado con originalidad, sobre todo porque ya se sabe lo que le ocurrió al Titanic y, en la última parte, resulta ser un sueño premonitorio de ella. Me queda la duda, eso sí, de si tanto John como Sarah y el niño subirían al barco a pesar de sus pesadillas...
ResponderEliminar¡Un abrazo muy grande!
Gracias Pedro! Pero no cuentes el final!!! jjajajaja.... Un abrazo compañero!
EliminarNo tiene importancia; a los comentarios se llega leyendo el relato. El que se lee los comentarios ANTES, sabe que hay spoiler. De todas maneras, buena jugada para evitar contestarme si suben o no... jejejeje
Eliminar¡Cuidate y un abrazo!
Bueno... si tuviera que seguir la lógica del relato, el niño no llega vivo al Titanic, se muere antes (esta es una de las causas de su separación)... Ellos dos sí que subirían, ya lo sabemos, pero... lo que no sabría decirte es si se salvan en el naufragio o no...
EliminarTodas las historias del Titanic son apasionantes y por eso se dificulta el manejo narrativo de esta pieza que, a mi modesto criterio, está muy llevada. Hay tensión en ella y eso es fundamental. Leído con agrado. El manejo fotográfico también es muy buen gusto. Te dejamos nuestros saludos y respetos
ResponderEliminarGracias Isaías! Un placer verte por aquí. Saludos.
EliminarHe llegado aquí a través de Literautas. Me ha sorprendido tu relato, la verdad. Aunque un poco predecible al principio no me esperaba ese final, está escrito de forma ligera y sabes mantener la intriga y el ritmo.
ResponderEliminarHola Aradlith! Gracias por pasarte por mi humilde blog de relatos. Me alegra mucho que te haya gustado. Nos leemos!
EliminarMe gusto mucho este relato. El reencuentro emocional de los dos casi que me hizo llorar. El final me sorprendió, ya que yo ya estaba en el Titanic viviendo la historia de amor de los dos protagonistas y de repente vi que ya no estaba allá. Pero me encanto, es una historia muy buena!
ResponderEliminarMe gusta también la pelicula TITANIC del 1997, pero creo que esta historia que escribiste tu es mucho más romántica!
Un abrazo.
Pues hay una serie de la BBC (no recuerdo el año, creo que de los 90) chulísimaaaa!!! A mí me encantó. Gracias, Sandra. Un saludo.
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