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El lápiz mágico

Creo que fue a los diez años cuando empecé a conocer a qué se dedicaba mi padre. Yo le preguntaba con la típica curiosidad que podía tener una niña de mi edad. —Mira, hija, tu papá tiene un lápiz mágico con el que hace feliz a mucha gente... Hacía unos movimientos con las manos, como si fuera a enseñarme su mejor truco; y, de repente, ante mis ojos abiertos como platos, sacaba un lápiz de rayas amarillo y negro, muy pequeño, con la punta roma, que llevaba en uno de los bolsillos de sus pantalones. Yo disfrutaba muchísimo con esas demostraciones, que repetía a menudo. Entre risas y aplausos me sentía muy orgullosa de que mi padre trabajara en algo tan bonito. Todo aquello transcurría bajo la atenta mirada de mi madre, que no reía ni aplaudía; pero yo no reparaba mucho en eso. Al principio no. Ese trabajo era nuevo. Lo mejor que había hecho en su vida, decía: dejar a su antipático jefe con su aburrido trabajo en la oficina. Ahora él era dueño de su propio destino. 

As time goes by

Sara abrió los ojos. A través de la ventana escuchó el piar de los pájaros. Se incorporó y miró el reloj de pulsera que estaba en la mesita. Eran las siete de la mañana. Había dormido en el sofá después de llorar durante varias horas. Fue a la cocina y conectó la cafetera. Solo a ella se le ocurriría ver Casablanca –su película favorita– en una noche como aquélla, pero no era por eso por lo que había llorado. O sí. No sabía bien. La noche anterior tuvo una cita con Manuel en el restaurante Oriza . Llevaba mucho tiempo sin verlo. Llorar le había liberado de la angustia que oprimía su corazón desde que entró en el restaurante. Nunca le perdonaría esa encerrona. Cogió un bollo de leche y el café, y volvió al sofá. Ahora se sentía relajada. Sorbió el café y mordió el bollo. El vecino encendió la radio. Sara reconoció las primeras notas de la canción que consideraba suya, escuchada unas horas antes: “ You must remember this: A kiss is still a kiss. A sigh is just a sigh. The fundament

Nadie es una isla

— Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro… De pie, Sara parecía emocionada. No levantaba la vista del suelo. Tenía los brazos cruzados a la altura del pecho y hablaba ante todos los que estábamos allí; sentados en un círculo que, para mí, empezaba y terminaba en ella. Los integrantes de esa circunstancial comunidad teníamos algo en común: eso que suelen llamar terapia. La gran mayoría sufría mucho. Todos éramos adictos a algo: al juego, al sexo, a la bebida... Yo, a Internet. Ella era adicta a sí misma. Entonces, comenzó a hablar: — Conozco a cierta persona —me miró un segundo y volvió a bajar los ojos — desde hace meses. Es el único que ha sabido escucharme... No conocí a Sara como ocurre en las películas: chico se tropieza con chica en la puerta de la clínica y surge la atracción. No. Contactamos a través de una web para ligar por Internet. Yo era usuario habitual de los chats y de las redes sociales. Podía pasarme horas conectado a ellos. En el trabajo, en casa,