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Mostrando entradas de 2022

Cuenta una leyenda

—Cuenta una leyenda que una hembra gitana conjuró a la luna hasta el amanecer.... Bla, bla, bla. ¡Menuda bronca le iba a caer al idiota de su hermano en cuanto tuviera ocasión! "Tienes que ir a la sesión de las 12, ¡es la mejor!".  Y allí estaba ella, suspendida en el aire tal cual luna, presenciando cómo una gitana se camelaba al resto del público para que no la bajaran hasta dentro de tres horas. — ¡Bajadme! ¡Venga ya, hombreee!  Fue lo último que dijo, antes de sentir un incómodo y fulminante pinchazo en sus partes traseras.

Recuerdo de Halloween

Cada Halloween me recuerda a él.  Corría junto a mi hermano calle abajo,  sujetando fuertemente unas cestitas. Yo iba de bruja negra con peluca rubia. Frankie, de monstruo verde con unos tornillos que se tambaleaban peligrosamente sobre su cabeza. Me paré ante un niño que lloraba. —¿Qué te pasa?— Parecía muy asustado.—¿Yo no soy así, eh? —He perdido a mi grupo.— Vestía de blanco. Unas brillantes alas a juego dominaban su espalda. Le cogimos de la mano y nos lo llevamos. Cuando abrieron la puerta, todos los niños gruñimos como locos por un puñado de caramelos. Todos, menos él. Él se dio la vuelta y, sin decir nada, se fue.

El ermitaño

El hombre se transformó en aquello que no debía, y comenzó a subir las escaleras, despacio. Su madre ya se lo decía cuando era pequeño: —Miguelito, hijo, ¿es que no ves que los otros niños se asustan, y a mí me haces pasar un mal rato? ¡Ven para acá, recógete! Le agarraba de una pata, acercándolo a ella, y le daba un guantazo. "Si yo soy así qué voy a hacer, mami…", mascullaba Miguelito. Pero lo que más le había dolido siempre eran las burlas de su padre: —¡Eres un huevón! ¡Con esa pinta de pajarraco no vas a llegar a ningún sitio! —¿No ves que se te caen las plumas, so inútil? Desde entonces evitaba transformarse. Evitaba a todos. Durante los últimos años había sido prácticamente un ermitaño en un edificio abandonado. Era el lugar perfecto: allí podía dar rienda suelta a su imaginación, lejos de burlas y golpes. Llegó a la última planta. Normalmente, en su cueva no andaba. Volaba. Pero, en ese momento, esa era la única capacidad humana que deseaba usar. ¿Cuánto tiempo había

Misión a medianoche

Tenía que terminar lo que había empezado. Encendí la luz, me di la vuelta y saqué la caja de debajo de la cama. Ahí estaba todo: la navaja, el cordón necesario para poder sujetarlo bien, alfileres (por si se hacía de rogar), un trapo asqueroso de haber limpiado la bici (para recoger restos). Me levanté haciendo el menor ruido posible. Mi hermano roncaba en la cama de al lado. "¡Apaga la luz!", gritó, y se tapó la cara con las sábanas. "Voy a mear", murmuré. Me daba miedo la oscuridad. Me aferré a mi caja y, nervioso, bajé las escaleras. No sabía si me iba a dar tiempo. Yo tenía 7 años y mi madre 40. Colgarle un cartel de bienvenida sin "liarla" era todo un reto para mí. Solo quería decirle que la había echado mucho de menos y que la quería a rabiar.

Susana esperaba

Susana esperaba que Álex volviera pronto. Había disfrutado mucho con él. Se desperezó bajo las sábanas que marcaban su extremada delgadez. El hastío que la dominaba desde hacía tiempo había desaparecido por el momento. Se levantó y fue a ducharse. Conoció a Álex en la discoteca a la que siempre iba con sus amigas. Todos los fines de semana era lo mismo. Bebida, música, chicos. Acababan borrachas y despeinadas, sentadas en el escalón del portal de cualquier calle. Iba sin ganas. Se dejaba llevar y nada más. En la disco evitó un choque con Álex. Susana no se había quitado su abrigo marrón. Él la miró. Ella a él no. Siguió adelante sin ningún titubeo, seria, como una autómata. Salió a la calle y subió el cuello de su abrigo porque hacía frío. Sabía que él vendría. Álex apareció en la puerta, encendió un cigarro, le dió una calada y lo ofreció a Susana. -¿Vienes mucho por aquí? -No, poco.- Ella esbozó una sonrisa y le devolvió el cigarro. -¿Damos una vuelta?- dijo Álex. Susana ec

Precielos

  ¡Cómo deseaba abandonar este mundo!  Mi familia vivía ya indefinidamente en Precielos, el mundo sin estrés. En su última carta, mi madre decía que aquello era como estar en una continua Navidad. Que trabajara mucho y sin control, así lo conseguiría. Pero nada. El Gobierno había cambiado el máximo nivel de estrés oficial. Los afortunados que lo superaban eran transportados en barco a Precielos. Y allí, paz y concordia.  ¿Y yo me iba a conformar con unas sandalias monísimas que me enviaba mi madre de regalo? Se iba a arrepentir el Gobierno de haberse inventado un precielo.