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Mostrando entradas de julio, 2018

La gasolinera

Marta tenía que volver a esa gasolinera. Cogió la escopeta de caza del fondo del armario, algo de munición, y se fue sin tomarse la pastilla de las nueve. Cuando llegó allí era de noche. La gasolinera le pareció sumergida en un gran banco de niebla, como cuando mojas una galleta gorda en una taza de chocolate espeso. En cualquier momento una mano anónima podría derramarlo. Marta dejó el coche junto a un surtidor. Le costaba respirar. Miró alrededor y vio que estaba sola. Hacía frío. ¿El tiempo se había detenido en aquella gasolinera? ¡Qué idea más tonta! Se abrochó el abrigo y cogió la escopeta. Entonces, entró en la tienda. La última vez que estuvo allí, se entretuvo ojeando revistas y seleccionando distintas chocolatinas como cualquier mortal. Esa noche solo reparó en el hombre que, tras el mostrador, comía pipas mirando el televisor que colgaba encima de él. Apoyó el cañón de la escopeta en el mostrador. -Buenas noches- dijo, muy seria. -¡Pero qué...! ¡Marta!- gritó Sebas

El Poeta

Sabía que ese chico iba a estar poco tiempo en este mundo. Maldito sexto sentido. Cruzarme con él era un privilegio que, tarde o temprano, se esfumaría como el frío rocío de la mañana cuando sale el sol. Nadie puede robar aquello que no se ve. Yo robaba alientos de vida, decía mi tía Milagros, dueña del pub El Poeta y con más arrugas que un carcamal. —¡Lo heredaste de tu madre! ¡Esa maldición acabará con la familia!—gritaba lloriqueando varias veces al día. Creía firmemente en ello, y yo crecí a su lado creyéndomelo. Porque, a lo largo de mi vida, me habían pasado "cosas" bastante raras. —No eres la única, ¡ya lo sé! Pero maldito dedo que te tocó... A mí eso me consolaba bastante. El Poeta no tenía luces cálidas, ni manteles rojos. Tampoco velas ni vistas al mar. Versos sueltos decoraban las paredes. Algunos enteros, otros por completar. Todos deseaban ser vividos. Aquí solo venían dos tipos de personas: las robadas y las ladronas. En la primera visita ya tenías encim

La estancia

El anciano encontró la llave en el segundo cajón. "¡Quién coño la ha cambiado de sitio!", exclamó. Hacía calor allí. Bajó los peldaños de la escalera de uno en uno, resoplando. Llegó a la puerta del sótano. "Vaya calor de cojones", farfulló, desabrochándose el primer botón de la camisa. Su madre hacía lo contrario cuando él tenía frío. Cerraba su cuello y le daba un abrazo que duraba una eternidad, pero le devolvía el calor. Sabía a algodón de azúcar, la chuchería que más le gustaba, y era delicioso. Apretó el interruptor y las luces de neón se encendieron en cadena. Las gotas de sudor caían por su frente. Aquellos abrazos duraron pocos años. Un día, encontró a su madre metida en la bañera con las muñecas cortadas. “Mujer joven se suicida”. Según la noticia, su madre frecuentaba malas compañías y, después, la dejaron sola. ¡Cabrones! Un escalofrío recorrió su espalda. Con el tiempo, conoció a otros niños que también deseaban vengarse. Aceleró  el paso y corrió el p

Amor, se llama amor

"Era más que un simple robot". Esto es lo que iba a decirle a Marisa. Él hacia todo lo que su esposa le ordenaba, sí, sin poner mala cara, sin protestar, solo para que ella estuviese contenta. ¿Acaso un robot podía elegir a voluntad lo que hacer en cada momento? No, no era un robot. Él se consideraba un hombre que, libremente, elegía hacer feliz a su mujer. Amor, eso se llama amor. Ni el más avanzado programa informático instalado en una máquina podría nunca imitarlo. Y se lo iba a dejar bien claro a aquella rubia despampanante, que trabajaba con él, que cada cinco minutos le repetía que estaba deseando charlar de sexo en privado... Cuando llegó al garito, Alberto fue directo a la barra y pidió un whisky. El barman se lo puso, avisándole con un gesto que quien él sabía se le acercaba por detrás.  -Hola, mi amor -Marisa le abrazó, apretándose contra él. Un calor asfixiante subió hasta su nuca. Su trabajo podría verse afectado si era tan contundente con ella.

El sobre

El sobre estaba vacío. "¿Qué sentido tiene esto?", se preguntaba Manuel. Iba en el bus de vuelta a su casa. El tráfico era lento y fuera llovía a raudales. De vez en cuando levantaba la vista del sobre y reparaba en el vaho que cubría los cristales. Su mente tampoco le dejaba pensar en nada coherente, solo en la soledad a la que se veía abocado después de lo ocurrido aquella noche. ¿Qué iba a hacer sin Sara? Dos horas antes, sentados en el restaurante Oriza, Sara y Manuel cenaban en silencio. El otoño ya había llegado. Los transeúntes que paseaban por la calle San Fernando llevaban rebecas o sueters. Otros se apretaban a sus acompañantes buscando calor. Cuando Sara tomó la última cucharada de su postre, Manuel le cogió la mano y la miró a los ojos. No le decían nada. ¿Todavía podía tener esperanza? —Cásate conmigo. Sara hubiera dado una cantidad muy generosa de dinero a quien le hubiera dotado del poder de la invisibilidad en ese momento. Sinceramente, no sabí