El Poeta

Sabía que ese chico iba a estar poco tiempo en este mundo. Maldito sexto sentido. Cruzarme con él era un privilegio que, tarde o temprano, se esfumaría como el frío rocío de la mañana cuando sale el sol.

Nadie puede robar aquello que no se ve. Yo robaba alientos de vida, decía mi tía Milagros, dueña del pub El Poeta y con más arrugas que un carcamal.
—¡Lo heredaste de tu madre! ¡Esa maldición acabará con la familia!—gritaba lloriqueando varias veces al día.
Creía firmemente en ello, y yo crecí a su lado creyéndomelo. Porque, a lo largo de mi vida, me habían pasado "cosas" bastante raras.
—No eres la única, ¡ya lo sé! Pero maldito dedo que te tocó...
A mí eso me consolaba bastante.

El Poeta no tenía luces cálidas, ni manteles rojos. Tampoco velas ni vistas al mar. Versos sueltos decoraban las paredes. Algunos enteros, otros por completar. Todos deseaban ser vividos. Aquí solo venían dos tipos de personas: las robadas y las ladronas. En la primera visita ya tenías encima a la tía Milagros, dándote una palmadita en la espalda y diciéndote entre risas:
—¡Suerte, amigos! Tanto si os quedáis como si no...

Mi tía se ponía tras la barra y yo me ganaba un dinero poniendo copas.

Mario no era como los demás. O quizás sí. Era como los demás, pero miraba de forma distinta. Hasta sus andares lo eran. Llevaba varios fines de semana encontrándomelo en el pub. "Unos fuman, otros beben, otros se drogan y otros se enamoran". Gran frase resumen de nuestros últimos encuentros.

La última noche que lo vi andaba cabizbajo y triste. Vino solo. Se sentó en una mesa, bajo el verso "Hoy me asomé otra vez al mismo precipicio...". Mi tía estaba atendiendo las mesas del fondo, así que me acerqué a él. Puede ser una invención mía, pero creo que la gente, cuando viene a este pub, elige la frase bajo la que sentarse. Sus caras, sus movimientos, me dicen que se identifican con ella.

—Hola, ¿qué te apetece tomar hoy? —Intenté parecer lo más risueña posible.
—Quiero hablar contigo. ¿Puedes sentarte un rato? —Estaba tan serio.
Sin dudarlo, me guardé la libreta en el bolsillo y me senté frente a él. "Eres la compañía con quien hablo / de pronto, a solas" era mi verso favorito. Me los sabía todos de memoria, y los repetía en mi interior cuando iba de mesa en mesa.
–¿Qué ocurre, guapetón? No puedo estar mucho tiempo —susurré. Quería parecer distante y despreocupada, pero en realidad deseaba saber qué le pasaba.
—Amanda, mírame, no puedo más. ¿Qué me está pasando?
—¿Qué quieres decir? —Ojala hubiera podido calmar su dolor.
—Siempre lo hemos pasado genial. Me encanta estar contigo, pero cuando me voy me siento fatal. No tengo fuerzas para nada. Todo se derrumba a mi alrededor...—Me cogió una mano, pero yo la retiré. "No te buscaba, pero besas mis instantes".
—No sé, Mario. ¿Por qué no vas al médico? Unas vitaminas a lo mejor pueden animarte. —Sonreí y me sentí como una furcia:— ¿No será que has trasnochado mucho últimamente?
Yo ya había decidido lo que era mejor para él. Y para mí.
—Amanda... —Me miró extrañado—. ¿Qué te pasa?
—Mario, creo que deberías olvidarte de mí y pasar página. Vete a casa, descansa. Verás cómo mañana te encuentras mejor...
Mi tía Milagros venía hacia nuestra mesa con cara de pocos amigos.
—¡Mario, vete! Hazme caso, por favor... —Casi le empujé. Era más bien una súplica.

No volví a verle más.

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