Amor, se llama amor

"Era más que un simple robot". Esto es lo que iba a decirle a Marisa. Él hacia todo lo que su esposa le ordenaba, sí, sin poner mala cara, sin protestar, solo para que ella estuviese contenta.

¿Acaso un robot podía elegir a voluntad lo que hacer en cada momento? No, no era un robot. Él se consideraba un hombre que, libremente, elegía hacer feliz a su mujer.
Amor, eso se llama amor. Ni el más avanzado programa informático instalado en una máquina podría nunca imitarlo.

Y se lo iba a dejar bien claro a aquella rubia despampanante, que trabajaba con él, que cada cinco minutos le repetía que estaba deseando charlar de sexo en privado...
Cuando llegó al garito, Alberto fue directo a la barra y pidió un whisky. El barman se lo puso, avisándole con un gesto que quien él sabía se le acercaba por detrás. 

-Hola, mi amor -Marisa le abrazó, apretándose contra él. Un calor asfixiante subió hasta su nuca.

Su trabajo podría verse afectado si era tan contundente con ella. Eso le preocupaba bastante. ¿Cómo le sentaría eso a su mujer? No quería que se preocupara ni tampoco que se enfadara.

Bebió el whisky de un solo trago.

-¿Qué hay, Marisa?- Con un golpe brusco dejó el vaso. Ni la miró siquiera. La apartó y fue a cambiarse de ropa.

Antonello's empezó a llenarse de gente. Las parejas se sentaban en sus mesas, hábilmente repartidas por toda la  sala. Alguien descendió la intensidad de la luz hasta crearse el ambiente de intimidad único en Antonello's. El humo de los cigarrillos lo confirmaba.

Alberto, frente al espejo, apretó su pajarita, se puso la chaqueta y salió del camerino. ¿Un robot podría tocar el piano y cantar como él lo hacía? Claro que no. Su fama era bien merecida: tras horas de duro ensayo, proporcionaba una diversión difícil de igualar por otros colegas. Marisa solo quería separarlo de su esposa. Que si no ves lo que te hace, que si se está aprovechando de ti, que no te quiere... ¡Qué sarta de mentiras!

Detrás de las cortinas, escuchó a Marisa realizar la presentación. ¡Qué buena era! Hasta actuando juntos eran los más cotizados. Pero no podía sucumbir a sus encantos. Todos la deseaban, pero ella se había encaprichado con él: "... con todos ustedes, ¡el gran Alberto Mondragón!". Los presentes aplaudían con fuerza, otros silbaron y corearon su nombre. "¡Alberto, Alberto!".

Él apretó el botón que tenía en el hombro derecho. Su esposa le había dicho mil veces que así podía invocar a los dioses cuando los necesitara. Otra forma de templar los nervios.

Carraspeó y salió al escenario.

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