El sobre

El sobre estaba vacío. "¿Qué sentido tiene esto?", se preguntaba Manuel. Iba en el bus de vuelta a su casa. El tráfico era lento y fuera llovía a raudales.

De vez en cuando levantaba la vista del sobre y reparaba en el vaho que cubría los cristales. Su mente tampoco le dejaba pensar en nada coherente, solo en la soledad a la que se veía abocado después de lo ocurrido aquella noche. ¿Qué iba a hacer sin Sara?

Dos horas antes, sentados en el restaurante Oriza, Sara y Manuel cenaban en silencio. El otoño ya había llegado. Los transeúntes que paseaban por la calle San Fernando llevaban rebecas o sueters. Otros se apretaban a sus acompañantes buscando calor.

Cuando Sara tomó la última cucharada de su postre, Manuel le cogió la mano y la miró a los ojos. No le decían nada. ¿Todavía podía tener esperanza?

—Cásate conmigo.

Sara hubiera dado una cantidad muy generosa de dinero a quien le hubiera dotado del poder de la invisibilidad en ese momento. Sinceramente, no sabía qué decirle.

—¡Eres un pesado! —exclamó con desgana. Decidió ser sincera: —Me voy de Sevilla.

A Manuel le dio un vuelco el corazón, pero sonrió e incluso intentó bromear:

—Venga ya, mujer. No digas tonterías. ¡Qué vas a hacer sin mí!

—Pues muchas cosas, Manuel. Alejarme de tanta estupidez y cambiar de aires me vendrá bien.

—Sara, eres el amor de mi vida. Quiero estar contigo, y tú también. ¿O es que olvidaste todo lo que hemos pasado juntos?

—¿Qué, Manuel, qué? —gritó Sara—. ¡Qué hemos pasado juntos, dime! ¡Ocho años de nuestra vida tirados por la borda! Ocho años viviendo juntos y para qué nos ha servido, ¿eh? ¡Para nada! ¡Para darme cuenta de que somos incompatibles, de que no queremos lo mismo en la vida! Que…

—¡Ya vale! —gritó Manuel enfadado, dando un golpe en la mesa. Lo que decía era verdad. Fue verdad. Pero él había cambiado. ¿Cuándo iba a entenderlo, por Dios? ¿Qué tenía que hacer para que se convenciera?

A Sara le costaba respirar. Manuel bajó la mano y ella se recompuso sin decir nada.

—Yo lo que sé es que en este mundo sólo estamos tú y yo, y eso es lo único que me importa —dijo, muy serio. —Te quiero, Sara. Tú eres feliz con esa moral que has elegido, ¡fantástico! Yo te prometo estar a tu lado y secundarte en lo que me digas. Porque quiero verte feliz.

Sara palideció. Era la misma retahíla de los últimos meses. Había querido a ese hombre, muchísimo. Y cada vez que hablaba con él lo pasaba fatal. ¿Sería verdad ese cambio? “Verla feliz”. Qué gracia le hacía esa expresión. Sin embargo, en aquel momento, ella sólo recordaba las veces que le decía que quería tener hijos y él le daba largas, su ironía cuando le decía que rezaba, sus carcajadas cuando quiso conocer a otros hombres… No podía más. Necesitaba poner tierra de por medio.

—Voy al baño. —Se levantó, deshaciéndose de su mano caliente. Y ya no volvió.

A solas empezó a llorar y se desahogó de lo lindo. "Dios mío, por qué me duele tanto", se preguntaba entre hipidos. Tenía claro lo que quería y cómo quería vivir. Manuel se había desvivido por recuperarla, después de que ella lo dejara al no ver en él lo que deseaba ver en su futuro marido. ¡Qué pesado había sido!

Se secó las lágrimas y se maquilló un poco. Entonces, tomó el sobre de una carta que llevaba en el bolso, escribió algo en un trozo de papel de WC, lo metió en el sobre y le dijo al camarero que se lo diera a Manuel cuando ella saliera por la puerta.

El camarero comenzó a recoger la mesa después de que aquél hombre, como llevado por el demonio, agarró el sobre dándole un manotazo y salió corriendo. "¡Vaya pelea!", pensó. Se le cayó un tenedor y al agacharse para recogerlo vio un papel garabateado. "Me lo pensaré", leyó.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carnaval veneciano

Sola en el Titanic