La estancia

El anciano encontró la llave en el segundo cajón. "¡Quién coño la ha cambiado de sitio!", exclamó. Hacía calor allí. Bajó los peldaños de la escalera de uno en uno, resoplando. Llegó a la puerta del sótano. "Vaya calor de cojones", farfulló, desabrochándose el primer botón de la camisa.

Su madre hacía lo contrario cuando él tenía frío. Cerraba su cuello y le daba un abrazo que duraba una eternidad, pero le devolvía el calor. Sabía a algodón de azúcar, la chuchería que más le gustaba, y era delicioso.

Apretó el interruptor y las luces de neón se encendieron en cadena. Las gotas de sudor caían por su frente.
Aquellos abrazos duraron pocos años. Un día, encontró a su madre metida en la bañera con las muñecas cortadas. “Mujer joven se suicida”. Según la noticia, su madre frecuentaba malas compañías y, después, la dejaron sola. ¡Cabrones! Un escalofrío recorrió su espalda.

Con el tiempo, conoció a otros niños que también deseaban vengarse.

Aceleró  el paso y corrió el primer pestillo.

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