El ermitaño

El hombre se transformó en aquello que no debía, y comenzó a subir las escaleras, despacio.

Su madre ya se lo decía cuando era pequeño:
—Miguelito, hijo, ¿es que no ves que los otros niños se asustan, y a mí me haces pasar un mal rato? ¡Ven para acá, recógete!
Le agarraba de una pata, acercándolo a ella, y le daba un guantazo.
"Si yo soy así qué voy a hacer, mami…", mascullaba Miguelito.

Pero lo que más le había dolido siempre eran las burlas de su padre:
—¡Eres un huevón! ¡Con esa pinta de pajarraco no vas a llegar a ningún sitio!
—¿No ves que se te caen las plumas, so inútil?

Desde entonces evitaba transformarse. Evitaba a todos.

Durante los últimos años había sido prácticamente un ermitaño en un edificio abandonado. Era el lugar perfecto: allí podía dar rienda suelta a su imaginación, lejos de burlas y golpes.

Llegó a la última planta. Normalmente, en su cueva no andaba. Volaba. Pero, en ese momento, esa era la única capacidad humana que deseaba usar. ¿Cuánto tiempo había tardado? Bastante. Estaba agotado. Las alas le pesaban mucho ya.

El aire formaba fuertes corrientes al no existir cristales en las ventanas. Le zarandeaba sin compasión. No le importaba. Formaba parte de su vida.

Desplegó sus alas solemnemente y desprendieron ese olor peculiar, mezcla de heces y orina, que hacía reír a unos y llorar a otros. La mitad de las plumas se le habían caído. Se veía patético, maltrecho, desplumado. Le daba igual, no podía más.

Se acercó a su balcón favorito. Un balcón sin balcón. Su pista de despegue. ¡Cuántas veces había volado desde allí! Subía por encima de las nubes hasta que los rayos del sol acariciaban su rostro picudo. Era un placer sin igual.

Cerró las alas. Lágrimas densas poblaron sus ojos. Un águila metida en una jaula. Ya no tenía esperanza. Y, sin pensarlo más, dió un paso y se dejó caer.

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