Nadie es una isla
—Hoy,
en esta isla, ha ocurrido un milagro…
De
pie, Sara parecía emocionada. No levantaba la vista del suelo. Tenía
los brazos cruzados a la altura del pecho y hablaba ante todos los que
estábamos allí; sentados en un círculo que, para mí, empezaba y
terminaba en ella.
Los
integrantes de esa circunstancial comunidad teníamos algo en común:
eso que suelen llamar terapia.
La gran mayoría sufría mucho. Todos éramos adictos a algo: al
juego, al sexo, a la bebida... Yo, a Internet. Ella era adicta a sí
misma.
Entonces, comenzó a hablar:
—Conozco
a cierta persona —me miró un segundo y volvió a bajar los ojos—
desde
hace meses. Es el
único
que
ha sabido escucharme...
No conocí a Sara como ocurre en las películas: chico se tropieza con chica
en la puerta de la clínica y surge la atracción. No. Contactamos a
través de una web para ligar por Internet. Yo era usuario habitual de los chats y de las redes sociales. Podía pasarme horas conectado a ellos. En el trabajo, en casa, a través del móvil... daba igual.
Hoy, tras meses de terapia, reescribiría esa frase: “Hombre solitario y con problemas de comunicación quiere conocer mujeres que no busquen nada...”. Solo quería conversación fácil e intrascendente. Si había suerte, un polvo rápido tras caerle en gracia a la chica. Me excitaba poder conseguirlo sin ningún tipo de esfuerzo.
Sara vio mi perfil, y yo, por inercia, le mandé un “hola” por
el chat. Enviaba muchos “holas” al día, pero casi ninguno era
contestado. Podía mantener cinco o seis conversaciones a la vez, tal
era mi pericia. “Hola. Busco adorador”, fue su respuesta. Se
anunciaba con una foto muy sexy, que no era de ella.
—Yo
pensaba que cada persona era una isla, que nadie necesitaba
de
nadie —afirmó Sara—. Mi vida se ha centrado en pisotear a mis compañeros para
escalar puestos en la empresa y darme todo tipo de lujos: las cremas
más cotizadas, los masajes más espectaculares, la comida más
exótica y extravagante. Muchas noches de juerga con chicos. El maldito Internet hace que te
creas la dueña del mundo. — Ahora nos miramos fijamente: — Él
tiró la piedra que ha resquebrajado el muro que yo sola había
construído a mi alrededor.
Yo estaba
muy harto de ese mundo virtual y sus satélites cuando la conocí. Día y noche vivía para ellos. Con Sara apenas pude intercambiar más de cinco frases por Internet. Ella buscaba un
esclavo capaz de seguirle intelectualmente, al que no le importara
ser despreciado, y poco más.
Dependía de la decisión de su majestad.
Me di cuenta de que era una egoísta superlativa, que en su mundo solo existía ella misma. Y se lo dije. En los chats pueden decirse cosas a gente desconocida que cara a cara no les dirías. “Otra tía rara”, pensé, y le aconsejé que lo dejara. No sé. A lo mejor me lo estaba diciendo a mí mismo. Ahí podíamos encontrar muy fácilmente lo que ambos buscábamos, pero estaba harto de tanta mente disparatada. Yo no quería ser despreciado por nadie.
—Un
día le dije a Manuel que quedásemos, y me contestó que no, que iba a darse
de baja. —Miraba absorto sus labios carnosos, que temblaron de
forma imperceptible—. Le dejé mi teléfono en el chat y me llamó
varias
semanas
después
—continuó—... Fueron las mejores noches de mi vida.
Sara paró
de hablar un momento. Quizás pensaba en cómo continuar.
Yo
acababa de empezar en la clínica, pero tuve que quedar con ella. No
podía resistirme a una mujer que me decía: “Manuel,
necesito verte”.
—Él
estaba yendo a un sitio donde trataban su enfermedad. Había tocado
fondo y quería cambiar. Yo era una idólatra, eso me dijo... Por
este motivo y por este otro... —Se limpió los mocos con la manga
del suéter. Resopló y siguió: —
Me
preguntó si había
leído
“¿Por quién doblan las campanas?”. “Nadie es una isla ¿sabes?
Imagínate que todos los hombres unidos formásemos la tierra de un
imaginario
país. Cualquier corrimiento lo menguaría. Cualquier atentado o
vejación contra un solo hombre afectaría
a
toda la
humanidad”... ¿Había enloquecido? Nunca había oído nada igual, acostumbrada como estaba a no ver más allá de mis narices.
Enloquecí,
sí, como decía Sara, hasta saborear las heces
del enfriamiento emocional. Necesitaba recuperar
mi dignidad, necesitaba ilusionarme y amar.
—Por
eso estoy aquí. Quiero recuperar la ilusión perdida. ¡Ese es el
milagro! —Gritó
Sara.
Lo mismo nos había ocurrido a todos los
allí presentes—. Hoy
esas campanas doblan por mí.
Hola compañera soy Dianet participante en el taller para el libro volumen 3 de Literautas. He leído tu relato y me ha gustado. Es algo muy cotidiano y realista hoy en día. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn saludo.