El lápiz mágico

Creo que fue a los diez años cuando empecé a conocer a qué se dedicaba mi padre. Yo le preguntaba con la típica curiosidad que podía tener una niña de mi edad.

—Mira, hija, tu papá tiene un lápiz mágico con el que hace feliz a mucha gente...

Hacía unos movimientos con las manos, como si fuera a enseñarme su mejor truco; y, de repente, ante mis ojos abiertos como platos, sacaba un lápiz de rayas amarillo y negro, muy pequeño, con la punta roma, que llevaba en uno de los bolsillos de sus pantalones. Yo disfrutaba muchísimo con esas demostraciones, que repetía a menudo. Entre risas y aplausos me sentía muy orgullosa de que mi padre trabajara en algo tan bonito.

Todo aquello transcurría bajo la atenta mirada de mi madre, que no reía ni aplaudía; pero yo no reparaba mucho en eso. Al principio no.

Ese trabajo era nuevo. Lo mejor que había hecho en su vida, decía: dejar a su antipático jefe con su aburrido trabajo en la oficina. Ahora él era dueño de su propio destino. 

Por las noches discutía con mi madre. Ellos pensaban que no les oía, pero a ratos elevaban mucho la voz y yo no podía dormir. Andaba de puntillas hasta una maceta gigante que teníamos en el pasillo y, sin que me vieran, sentada en el suelo junto a ella, los escuchaba muy triste:
¡Eso es una tontería! ¿Escribir cartas? ¿A mujeres que no conoces de nada? ¿Para qué?
Ya te he dicho que no las veo físicamente, mujer. Ni siquiera hablo con ellas...
Las enamoras en nombre de otros, ya... decía mi madre enfadada.
Sí, les ayudo a reconciliarse. ¿No te parece algo digno?

Mi padre también parecía triste, y mi madre sólo gritaba.

¿Sabes lo que no me parece digno? Lo que no me parece digno es que estés todo el día por ahí, escribiendo tonterías en nombre de otros, estando yo y tu hija aquí en casa, solas, mientras tú te regodeas en esos escritos de mierda, dirigidos a otras mujeres, de las que deberían ocuparse esos hombres, ¿no crees?, si tanto las quieren... ¡Es que no te entiendo! Mi madre dio un golpe en la mesa y empezó a sollozar.
Cariño...
¡Déjame en paz! ¡Qué absurdo es esto, por Dios! ¿Cómo es posible que puedas escribir esas cosas y después a mí ni me hablas, ni me abrazas, ni me besas ya?... ¡Venga, hombre! ... A tu hija la tienes ahí abandonada. Ya ni la llevas al colegio, ni le cuentas cuentos, ¡ni nada! ¡Nada!
Por favor, escúchame... Pero ella no le escuchaba.

Esto se repetía casi todas las noches. Y cada día que pasaba iba a peor. 

Lo que nunca comprendí era por qué mi padre no pudo mantener a mi madre a su lado. Ella le abandonó. De niña yo creía que mi padre había perdido ese lápiz, el que era mágico, y que por eso había tenido tan mala suerte. 

Con el paso del tiempo me enteré de que mi padre había fundado Love & Co, una empresa que se dedicaba a escribir cartas de amor en nombre de personas que querían reconciliarse con otras, y que por sí solas eran incapaces de hacerlo. Se dedicó a su sueño el resto de su vida y prosperó en él. Llegó a hacerse bastante rico. 

Él era humano, y por ello un ser lleno de incoherencias y actos decepcionantes. Mil veces  podemos tropezar en la misma piedra y no terminamos nunca de aprender.

Actualmente, yo soy su heredera. Dirijo la empresa de mi padre y tengo a mi cargo a más de quinientas personas repartidas por todo el país expertas en el arte de enamorar a otras. Y seguimos creciendo. No suelo exigir una salud emocional y familiar perfecta para poder trabajar en Love & Co, pero sí tener claro qué debe ser lo primero en tu vida, reconocer lo que va bien y lo que va mal, y un empeño sincero por recomenzar cada día a amar más y mejor.



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