Supersticiosa

Mi psicólogo me ha dicho que soy supersticiosa. Por eso quiere que escriba esto, para demostrarme que también pueden ocurrirme cosas buenas. “¿Como qué?”, le pregunté, ilusa. “Averígualo tú misma. Te recomiendo que empieces por cuando eras niña”, me dijo él, haciendo una mueca facial ridícula, esa que todos los loqueros hacen cuando te quieren dar a entender que saben más que tú y te esconden cosas que a ti te importan un bledo.




Así que aquí estoy: escribiendo sin ser escritora, haciendo ahorcados en los márgenes cuando no sé qué contar y fumando lo que no debería fumar.

Creo que no merece la pena salir a la calle; cuanto menos mejor. Tengo mala suerte desde que nací y estoy harta: cada vez que pongo un pie fuera se remueven cielos y tierra conspirando contra mí. De ahí que deje mi casa muy pocas veces: las imprescindibles para hacer las compras necesarias y no morir de inanición; y para ver al psicólogo, claro. Para todo lo demás, he cambiado el pestillo de la puerta por un candado.


Soy la hija pequeña de un viejo matrimonio que se ha querido mucho. Mi madre desde niña siempre me decía que el ser la número trece me traería suerte. Me río, no lo puedo evitar.

No sé... ¿Era una suerte que mis compañeros de colegio tuvieran la fabulosa idea de ponerme unas orejas de burro al salir al recreo? Me llamaban burra sarnosa, me quitaban los pocos lápices que tenía y me rompían las hojas del cuaderno. Todo porque llevaba la ropa usada de mis hermanas y andaba siempre haciendo recados para ellas o para mi madre. Llegaba hecha polvo a mi casa. “Cariño, no es para tanto”, me decía mi madre con dulzura, mientras yo lloraba más que Artemisa ante el cuerpo inerte de Orión... “¡Mamá! ¡Pero es que no lo ves! ¡Todos se ríen de mí! ¡Es un asco vivir como una esclava!”. Mi madre me acariciaba el pelo: “Hija, ¿de verdad piensas eso?”. Se ponía triste, y abrazándome añadía: “Paula, ¿dónde mejor que en tu propia familia se puede aprender a pensar en los demás y ser generoso? ¿Dónde vas a recibir más cariño si no es entre tus hermanos y tus padres?”.


Es un bonito recuerdo. Algo bueno, sí. Nunca podré quejarme de que mi madre no me quería.

Pero, las bromas duraron hasta la universidad. Apenas tenía amigos y me costó sudores y lágrimas aprobar los exámenes... No veo nada de bueno en eso, así que no lo voy a escribir. Lo siento.

Llegó un momento en que mi mala suerte pasó a confabularse con el universo entero. 


La valoración personal que le doy a ciertos hechos es excesiva, según el doctor. Escribiré varios ejemplos, que no veo que tengan nada de bueno.

Cuando empecé a trabajar mi novio se vino a vivir conmigo. Error fatal. Yo ya era el vaso de agua colmado hasta los topes, y él tenía muy poca paciencia con las menudencias de mi vida ordinaria. Una de ellas: que no quería a sus gatos negros en mi casa. Ni con rayitas ni sin rayitas.


Tampoco soporto los espejos rotos, y él rompió varios... Me gritaba como un energúmeno, que era una maniática y esas cosas. Me daba igual; a él también. Le negué el sexo y al día siguiente me abandonó.


El autobús lo perdía siempre. Da igual a qué hora fuera a cogerlo: el conductor debía verme a lo lejos y arrancaba en segunda de forma inmediata. Tenía que coger una bici, que pesaba como una condenada, obligándome a parar para respirar cada cinco minutos. Consecuencia: tuve varias faltas leves por impuntualidad laboral.


Ante la onda expansiva, que había comenzado en el colegio y llegaba hasta la actualidad, me dí de baja durante una temporada. 

En fin, ¿es para tomárselo en serio o no? 

El psicólogo suele decirme que si no experimentas no creces o no avanzas. Supongo que dependerá de lo que experimentes. Yo he experimentado bastantes situaciones de mala suerte. ¿Puedo afirmar que he crecido? No sé, estoy hecha un lío. También me dijo que el que inventó la bombilla falló muchísimas veces durante el proceso y las terminó llamando "formas contrastadas sobre cómo no hacer una bombilla". ¿Me he convertido yo en una experta en cómo sobrevivir a la mala suerte?



¿Qué diría mi madre? Ella era muy creyente y siempre intentaba que viera lo que de positivo pudiera tener cualquier cosa. “Tienes mucha suerte. Dios te trata como a su querido Hijo”. “De forma ininterrumpida”, añadiría yo. ¿Qué hay de positivo en lo que me pasa? No lo entiendo muy bien, no soy muy cristiana.

Jesucristo, que yo recuerde de mi época de catecúmena, las pasó canutas aquí en la tierra, y nos decían que teníamos que parecernos a Él. Pero, aunque curró, soltó sus sermones e hizo buenos amigos, también pasó hambre, sed, era bastante pobre, y encima lo mataron. ¿Eso es bueno? Ummm, no, no lo parece. ¿Es bueno que se hayan burlado de mí cuando era pequeña o me haya quedado ahora sin novio, no pueda salir a la calle o pueda perder el trabajo por ello? Qué gracia; en algo sí que me parezco a Jesucristo.

Ummm, se me ha encendido una luz. Ahora veo algo: hay que cambiar la perspectiva. ¿Podría llamarlo buena suerte? ¿Todo es bueno porque, como decía mi madre, a Dios se le ocurrió abrirnos las puertas del Cielo sufriendo, porque tengo que parecerme a Él? ¿Hay que "abrir puertas", entonces? Vaya, ¡me voy a volver loca! No sé qué va a pensar el psicólogo de todo esto ;-)



Comentarios

  1. Escribir es bueno, y además lo que escribes es fácil y agradable de leer. Saludos desde México.

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    1. Gracias, Gildardo, por dejar tu comentario. Para mí es un placer escribir.

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