La odisea de Ágata

Avancé sigilosamente por el pasillo oscuro. En mi mente se agolpaban multitud de imágenes que, corriendo desbocadas cual río bravo a punto de salirse de su cauce, provocaban un dolor agudo y persistente que presionaba mis sienes. La calentura me obligaba a buscar apoyo en las hendiduras de las rocas frías y porosas que formaban las paredes del hogar familiar.


Mi estancia en el castillo de Rockingham estaba llegando a su fin. Haciendo honor a su fama de gobernante despiadado, Guillermo, rey de Inglaterra, tramó un plan con el que supuestamente yo, su hermana Ágata, le traicionaba, queriendo arrebatarle el trono junto con Alfonso y así garantizar la sucesión. El rumor se extendió con rapidez y, en el momento oportuno, mi propio hermano mandó a sus hombres que me persiguieran cargados de mazas, arcos y flechas.


Cambié mis trajes y adornos por unos pantalones sueltos y una túnica corta del esposo de mi fiel criada. Ella misma me recogió el pelo en un moño con una red, aunque aún no era mujer casada. Lloraba en silencio ante el espejo. ¿Qué sería de mí? Pronto iban a celebrarse mis nupcias, pero Guillermo me envidiaba; él no conocía mujer ni tenía hijos. La única opción era salir de ese castillo.


Enrique, nuestro hermano menor, me había enseñado algunas destrezas en el arte del combate cuerpo a cuerpo, pero solo era el juego de unos niños que en los ratos libres se juntaban en el patio interior de su castillo y luchaban como eternos rivales: ingleses y franceses hacían entrechocar sus espadas de madera y esquivaban los golpes lanzados al aire con infantil maestría. Nada de eso me serviría ahora.


El pasillo llevaba a una sala con grandes chimeneas que todavía expulsaban humo de la noche anterior. Los soldados corrían precipitadamente a través de los miradores intermedios que llevaban a las habitaciones principales. Los vi asomarse buscando a su presa. No sabía dónde esconderme. Los nervios y el miedo paralizaban mis piernas y las columnas no eran suficiente apoyo. ¿Hacia dónde ir? La sala era espaciosa: los techos altos se perdían a la vista y los tempraneros haces de luz, filtrándose por los vanos anchos y alargados, me cegaban intermitentemente e impedían, si se podía todavía más, mi avance. Soplaba una extraña brisa que traía a mi memoria aquellos deliciosos días de la niñez que transcurrían con lentitud en las playas del este.


Los soldados empezaron a gritar, me habían visto. ¿Por cuál de las puertas podía aventurarme? ¿Y si aparecían más hombres? De repente, una flecha silbó cerca de mi oído. Otra, rozó mi hombro derecho, cortó la tela y la herida empezó a sangrar. La presioné con la mano, ahogando gritos de dolor, pero al darme la vuelta en busca de socorro choqué violentamente con alguien que, empuñando un garrote con ambas manos, lo dejó caer con fuerza sobre mí.


Desperté tras una sacudida, como cuando no has terminado de conciliar el sueño y la sensación de caída hace que abras los ojos. Mis pies descalzos descansaban sepultados en la arena caliente. Me dolía un montón la cabeza; todavía tenía fiebre. Derrumbada en la silleta de la playa, con el sol dándome en plena cara y una suave brisa erizándome el vello, me preguntaba por qué diantres había bajado esa mañana. Ya llevaba una semana así. Me picaban los brazos y el torso debido a las costras que no terminaban de cicatrizar. ¿Por qué no cogí la varicela cuando era pequeña? El libro que estaba leyendo, “Mujeres de la realeza”, se había caído a la arena debido al sobresalto. Mi corazón palpitaba a cien por hora; aún tenía el miedo metido en el cuerpo. Me incorporé en la silla y al divisar a escasos metros un castillo de arena de torres circulares, murallas y un foso que lo rodeaba, cogí el libro, me levanté y, abalanzándome hacia la fortaleza, lo pisoteé sin ninguna piedad.


¡Se acabó el juego!—Grité, mientras descargaba sobre él mi frustración y la necesidad de acabar con aquella persecución onírica.
¡No! ¡Ágata! ¡Ese es mi castillo!—Gimoteó el pequeño Enrique que, empuñando una pala de plástico, permanecía arrodillado junto a su obra maestra, ahora demolida. Me miraba boquiabierto y con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.
¡Qué aguafiestas!—Exclamó mi hermano Guillermo desde su propia hamaca—. ¡Qué te habrá hecho a ti el pobre Enrique! ¡Siempre estás fastidiando a los demás!
¡Ágata! ¿Por qué? ¡Era mi castillo!—Lloriqueaba el afectado, cada vez más fuerte.
¡Ya lo sé, Enrique, ya lo sé!—exclamé, sacudiendo el libro en el aire y mirando de reojo al idiota de Guillermo—. ¡Construirás un castillo mucho más grande!—Aseguré a mi hermanito, dirigiéndole al otro un gesto despectivo con la mano libre. 

Y dando media vuelta, aturdida por la pesadilla y la fiebre, me subí al piso a dormir y soñar, eso esperaba, con otras cosas que no fueran garrotes, castillos y flechas.

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