Los vigilantes (v2)
Los nuevos que llegan a esta sección no saben
que se les puede complicar el trabajo. Vigilamos el parque del Alamillo de
Sevilla desde tiempos inmemoriales. Hasta Cervantes lo nombra en una de sus
obras. Pero, actualmente, este parque no es famoso tanto por su aparición en
los libros como por tratarse de una amplia zona de reunión y divertimento de miles de personas que
acuden a él por variados motivos. Es, además, un magnífico ejemplo de cómo
pueden llegar a convivir en paz y armonía los hombres, la vegetación y los
animales que moran en él.
La belleza extraordinaria consecuencia de tal equilibrio tiene un alto precio, y no siempre es fácil conservar ese concierto entre mundos tan dispares. Así que si nuestra experiencia puede ayudar a las siguientes generaciones, bienvenido será.
La belleza extraordinaria consecuencia de tal equilibrio tiene un alto precio, y no siempre es fácil conservar ese concierto entre mundos tan dispares. Así que si nuestra experiencia puede ayudar a las siguientes generaciones, bienvenido será.
Contaré uno de los últimos sucesos, transcurrido
durante la mañana del 28 de febrero del año 2013, día de Andalucía. Además de
ser día festivo, ese año se cumplía el vigésimo aniversario de la apertura del
parque al público y numerosas personas podían reunirse en él por la cantidad de
celebraciones previstas.
Ese día hacía yo el servicio y llegué al parque
a las 7 de la mañana. Nosotros solemos incorporarnos de forma progresiva, por
lo que al ser el primero aproveché mi soledad para dar un paseo. Al igual que otras
veces, entré por la puerta norte y caminé hacia el lago mayor.
Desde un banco situado en una pequeña colina
contemplé complaciente cómo el cable esquí era movido por la leve brisa que
procedía del río. Los primeros rayos de sol acariciaban ya la superficie del
lago. Me extrañó que ningún martín pescador planeara sobre las aguas. Tampoco
los patos chapoteaban por la orilla. Miré a mi alrededor. El parque estaba
callado. Los árboles no me contaban nada: ni los chopos más próximos a la
ribera, ni los olmos más alejados de ella. Era raro.
Miré hacia la izquierda y me fijé en un
periódico del día anterior abandonado en el banco. ¡Hay gente que no aprende!
No merece la pena aparecerse, lo digo de verdad. El diario estaba arrugado y
mojado por la humedad de la noche. Lo cogí con la intención de tirarlo, lo
sacudí un poco y seguí mi paseo. Un par de conejos, corriendo frenéticos,
cruzaron la senda por la que andaba hacia las formaciones boscosas más
próximas. ¿Por qué tanta prisa?, pensé.
Quería bordear el parque. A la altura del lago menor
estaba estacionado el tren de paseo. Entonces, oí el sonido que suelen hacer las
ramas secas al pisarlas. Tan temprano no podía haber nadie por allí. Mirando más
allá del tren intenté captar posibles movimientos entre las sombras. ¡Qué
diantres! Nada está oculto a nuestros ojos, pero en ese momento podía jurar que
no veía nada.
Había dejado caer el periódico. Lo busqué con la
mirada y leí la noticia que encabezaba la sección de sucesos: «A tres se elevan los muertos por explosión
en la cárcel Sevilla 1». ¡Y yo no me había enterado! Es importante estar al
tanto de las noticias destacadas que han ocurrido en la ciudad en los últimos
días; y más nosotros, que somos los que velamos por la seguridad de los humanos
que se mueven por los sectores cercanos al lugar del siniestro. Lo que pasa es
que la comunicación entre departamentos siempre ha flojeado. Hay mucho trabajo,
hay muchas personas con una casuística muy distinta, hay de todo en este mundo,
sí, ¡pero la comunicación instantánea hay que optimizarla!
De nuevo aquel crujido llamó mi atención.
Levanté la vista y pude verlos. La creciente claridad del día había desvanecido
ya las sombras de la noche. Advertí que tres hombres vestidos de negro pegaban
algo en el tronco de uno de mis sauces, y no eran guirnaldas. Es corriente que
las familias vengan al parque y celebren los cumpleaños de los niños colgando
tiras de papel de distintos colores en los árboles, cosa que permitimos sin más
miramientos; pero este caso no era nada corriente. Tenía muy mala pinta.
He de decir que solo la experiencia de siglos
ayuda a saber distinguir lo maligno de lo benévolo. En nuestra organización
sabemos que todo ocurre por algo, todo tiene una causa inicial sin la cual no
podría existir; no como presumen aquellos que creen en el azar y para quienes nada
tiene sentido o explicación. El periódico no había venido a mí por casualidad. Quizás
lo abandonó en el banco alguien ajeno a esto; quizás no. Relacioné la noticia leída
con lo que estaba presenciando en ese momento. Además, era el día de Andalucía,
y sabemos que durante este tipo de celebraciones existe mayor probabilidad de
que pueda ocurrir cualquier cosa en un parque metropolitano.
Aquellos tres seres aullaban palabras
ininteligibles. Sufrían por alguna razón: cojeaban arrastrando sus piernas; por
sus bocas caían babas espumosas y sanguinolentas; sus ropas quemadas dejaban
ver heridas que segregaban pus. Sabían perfectamente lo que tenían que hacer,
pues no respondían a orden ninguna, actuando de forma mecánica. De este mundo
ya no eran. ¿No se habían dado cuenta y continuaban por donde lo habían dejado?
En una de mis clases de la academia me habían contado que podía ocurrir. Pertenecían
a mi quinta, estaba seguro.
A través del santo y seña pedí ayuda; es lo
mejor en los momentos apremiantes. Apretando uno de los botones de mi pulsera,
todo el parque quedó envuelto en un haz de luz roja. Apareció una estrella
titilante entre las copas de los árboles, que comenzó a expandirse formando una
bóveda blanca y brillante que cubrió la zona en la que estábamos nosotros.
Ya habían aparecido los primeros ciclistas y
gente corriendo. En breve, se sumarían un montón de familias con sus neveras. Algunos
hombres montaban los escenarios para las actuaciones. No disponíamos de mucho
tiempo. Aparecieron dos compañeros y en un santiamén habríamos tenido
acorralados a los presos si no fuera porque una pareja de enamorados vino a
recostarse entre ambos.
En algunas ocasiones podemos vernos en el dilema
de no saber quién necesita realmente nuestra ayuda. O íbamos a la caza y
captura de aquellos tres prófugos, evitando muertos por doquier y seguro cierre
del Alamillo, o avisábamos a esos dos jóvenes del peligro que corrían por venir
a besuquearse al parque. Es peligroso porque mengua
las fuerzas vitales del ser humano. El alma se debilita cuando no se hacen las cosas bien. ¡Qué no son seres espirituales! ¡Que son muy
limitados e imperfectos! Pues nada, esto es algo difícil de entender con amor y
pasión de por medio. Sin embargo, sondeando sus almas, vi que la huella que
había en ellas aún era muy leve. Como seguro que volverían, podríamos intentar
que nos entendieran en otro momento.
Hice que saltaran los aspersores de agua y los
chicos, calados, corrieron hacia los baños del cortijo. Vía libre. Mis
ayudantes fueron por detrás y se abalanzaron sobre dos de los espectros que,
viéndose descubiertos, habían empezado a correr como sus magulladas piernas les
permitían. Les sujetaron los brazos a la altura de la espalda e hicieron que se
arrodillaran en la hierba. Yo me fui hacia el otro, que se escapaba en
dirección al lago. Le pisé los talones, perdió el equilibrio y, al caer al
suelo, lo agarré con fuerza. Los sonidos guturales que despedían sus gargantas
embravecidas podrían paralizar a cualquiera. A nosotros no. Se retorcían como
serpientes y chillaban como bestias hambrientas. Menos mal que ningún humano
puede verlos ni oírlos.
Aunque eso era lo que yo pensaba hasta que observé con estupor cómo el chico enamorado había vuelto a por un bolso olvidado, quedándose atrapado dentro de la bóveda. Nos miraba, paralizado por el terror y con la cara desencajada. ¡No podía ser! ¡Era uno de aquellos humanos que poseían la percepción transcendental! Uno entre un millón, suelen decir los expertos.
La bóveda se plegó en su original punto de luz,
que salió disparado perdiéndose por el bosque. El chaval humano recuperó la
movilidad de sus piernas y corrió hacia el cortijo. No lo seguimos: registramos
sus rasgos faciales y lo pudimos localizar en otro momento. Pero esa es otra
historia.
Retiramos los explosivos que decoraban el tronco
de mi pobre sauce y el parque volvió a ser el mismo de antes: un paraíso donde poder
esponjar el espíritu. Los animales correteaban de nuevo entre los matorrales,
los árboles sacudían tranquilos sus ramas y los sevillanos continuaban con su
diversión. Pero ojo, nunca hay que perder el estado de vigilia, en cualquier
momento pueden necesitarnos.
El periódico, por supuesto, desapareció.
¡Me gusta más esta versión! Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Wolfdux!! Nos seguimos leyendo por Literautas!! Un saludo.
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