Buscaba soledad y encontró otra cosa

Llegó al hotel por la noche. Llovía y un frío húmedo helaba sus carnes. Necesitaba ducharse y dormir. Había discutido durante varios días con su mujer, harto de que controlara sus pasos hora tras hora: con quién trabajaba, con quién hacía deporte, que si el ordenador, ¡uf! Siempre tenía que estar diciéndole que la quería. Y la quería, sí, pero ese control absoluto era insoportable. Así que cogió la maleta y se fue.

El hotel era un caserón del siglo XVII de ladrillo rojo, con un escudo en la fachada. En el mostrador fue atendido por un viejo encorvado. Decía que era el dueño:

—¿Busca usted soledad, señor? Aquí encontrará soledad. Hace mucho tiempo que las mujeres, en esta casa, pasaron a mejor vida. —Afirmó con rotundidad.
—Qué bien… —El viajante tragó saliva. La boca de ese hombre, torcida en una perenne mueca, y sus ojos, que parecían salirse de las cuencas, le asustaron.

La construcción, de techos altos, era de una sola planta. Conservaba sus muebles de época y tenía muy pocas habitaciones. Iluminados con la vela que llevaba el casero, recorrieron los pasillos largos y oscuros que prometían el silencio que había ido a buscar. No veía a nadie más.

—¿Temporada baja?
—Sí, ja, ja, ja…

Su habitación tenía una cama con dosel junto a la pared. Enfrente, un armario francés de dos puertas y una antigua silla europea de madera. Una mesita con un candil y un reloj de péndulo en el lado izquierdo de la cama.

—¿Dónde está el aseo? —Preguntó con fuerza, queriendo disimular su recelo. El viejo no transmitía ninguna paz.
—A mitad del pasillo, señor.
—Gracias.
—Que descanse, si puede... —Sonrió. Después de encender la lamparita se marchó, arrastrando los pies.

Seguía con frío. ¡Qué sitio más macabro! Creía estar solo por aquella ala, pero en la habitación contigua había alguien: un chiquillo gritaba y corría de un lado a otro. Su cabeza empezó a reprocharle esa elección. Le dolía tanto que cogió su pijama y dejó la cama lista para meterse en ella. De repente, el reloj dio varias campanadas:

—¡Qué curioso! Creía que no funcionaba —murmuró. Era un carrillón de pie.

Al volver del baño, el reloj volvió a sonar. La cama estaba hecha:

—¿Quién…?

El chico de la habitación contigua lloraba:

—¡Pues vaya gracia! ¡Así no hay quién duerma esta noche! —Chilló, con la esperanza de que se callaran.

Entonces, una mujer comenzó a hablar en voz alta de forma ininteligible. “¿Será la madre?”, pensó.

—¿¡Qué coño pasa aquí, eh!?

El niño no cejaba en sus correrías. ¡Ya no podía más! Estaba dispuesto a hablar con el viejo para que le cambiara de habitación. Pero la puerta no quiso abrirse y se sentó en la cama. El reloj hacía mucho ruido. Desconcertado, se levantó y más de cerca vio que, aunque la madera era de buena calidad, tenía varios arañazos. Para más inri, no se movían las manecillas:

—A ver si puedo hacer algo. —Empujó la puerta hacia él y se abrió: —¡Qué sucio!… Si cabe una persona…

En el fondo, algunas maderas tapaban un agujero. Sin ningún miramiento, las arrancó con firmeza.

Se hizo el silencio.

Ráfagas de polvo y un olor a podrido golpearon su cara. Cogió la luz y se adentró en un habitáculo repleto de cachivaches amontonados, cubiertos de telarañas inmemoriales. Se movía despacio para no caerse, pisando restos de lo que habrían sido comida y excrementos. El reloj sonó. ¿Era un aviso de algo? Estaba poniéndose nervioso.

Elevó el candil y miró alrededor. Se quedó petrificado al ver sentados, en un ancho sillón de estilo Luis XV, a dos esqueletos vestidos con ropas mohosas y anticuadas: los alborotadores. Uno sostenía al otro. Se acercó a ellos y le recorrió un escalofrío. Sobre las faldas de la mujer un papel decía: “Soy Ana María de Alcalá, dueña de esta casa, y este es mi hijo Tomás. Antonio, mi marido, nos emparedó hace siglos. Según él, yo lo controlaba. La verdad es que no soporta a nadie. Trae aquí a hombres que huyen de sus mujeres y luego los mata. ¡Váyase! Ame y déjese amar. Los agobios de la vida pueden superarse juntos.”

¡No podía ser! ¿El viejo encorvado? Un ruido le sobresaltó. Miró hacia atrás, dejó caer la nota y corrió hacia el reloj, como alma que lleva el diablo. ¡Alguien tapaba la entrada de nuevo!

Los golpes del espectro se confundieron con los empujones desesperados del pobre desdichado que quedó encerrado para siempre.

Comentarios

  1. Lo leí de noche, pude percibir cada sensación descrita en tu texto, imaginé perfectamente cada escena, muybuen cuento la verdad me gustó mucho, pensé tanto en los clásicos de Poe.

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