El hijo

Señora, hoy me he llevado el susto más grande que se pueda imaginar. Estaba atareada en la cocina, como todas las mañanas, pelando patatas y lavando tomates, hablando con las cocineras de los chismes que corren por la ciudad –de esos que a todas nos entretienen y nos hacen gracia-, cuando al darme la vuelta me encuentro cara a cara, Dios nos ampare, con la viva imagen del señor don Martín en sus años mozos. Enfadado y muy serio estaba.





Petrificada me quedé, pensando que había vuelto atrás en el tiempo dieciocho años. Esperaba que apareciera usted de repente, mi niña, la señorita Ana, tan alegre y despierta, pidiéndome como siempre un trozo de chocolate y un pedazo de pan. Pero no, la chiquilla no apareció; yo tenía bien la cabeza. Mandé salir a todo el mundo, cerrando la puerta y quedándonos solos los tres.

Gerardo, el jornalero fiel del señor durante tantos años, venía con él. ¿Lo recuerda, verdad? Tenía el miedo reflejado en la cara. Me dijo que, si por él fuera, no estaría molestando en la casa; que si estaba era por el chico, el señorito Sebastián, que se había vuelto muy insoportable y no tenía manera de controlarlo ya. 
 
¿Qué podía hacer, señora? ¿Me lo puede usted decir? Yo, Manuela, la sirvienta más vieja de don Martín, con tantos achaques y disgustos encima como años tengo… Emocionada estaba, llena de lágrimas, viendo ante mí a ese muchacho, mozo ya, que tanto sufrimiento había traído a esta casa; sin culpa de él, eso sí. Lo abracé con toda mi alma.

Les hice sitio en la mesa y, mientras les ponía de comer, estuve acordándome de cuando mi señor don Martín la trajo a usted a esta casa. La última guerra había dejado a muchos niños sin padre ni madre. Andaban solos por las calles, sin una cama para dormir por las noches. Muchos años hace ya de eso.




Usted tenía solo diez años. Yo la cuidé como a la niña de mis ojos. Doña Asunción, la esposa de don Martín, tenía ya tres hijos. Pobre doña Asunción. No lo entendía, pero no tuvo más remedio que callar, obligada por su marido. 
 
Pasaron cuatro años y mi niña se convirtió en una bella señorita. Don Martín se encaprichó... ¡ay, Señor! ¡Dios nos asista!... Estas cosas suelen traer muchos problemas. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Se quedó embarazada. 


Catorce años han transcurrido desde aquello. Don Martín no quería ni oír hablar de ese hijo ilegítimo. ¡Pobre niña mía! Le obligó a deshacerse de él. ¡Tan joven ya con esas desgracias! Tuve que quitarle al recién nacido, entre sus llantos y desgarros, Dios me perdone, y llevárselo a Gerardo. ¡Qué días más malos pasamos sin él! Yo no sé si mi señora Ana podrá perdonar algún día tanto mal que le hicimos...

He de decirle que las ultimas idas y venidas de Gerardo a la capital llamaron la atención del muchacho, que es muy despierto, como su madre, siguiéndolo un día hasta la casa. Nos escuchó a los dos hablar de sus padres, de su nacimiento, de su marcha al pueblo,… Y aquí estaba hoy, sentado en mi cocina. Quería venganza. 

 

Comentarios

  1. Interesante historia. Daría para mucho... Un placer venir hasta aquí...
    Un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Tony! Sí que daría para mucho!! Precisamente he estado pensando en escribir, por lo menos, una novela corta... Un abrazo!

      Eliminar
  2. Ágil, vibrante, que deja buen sabor de boca, y que, como nos tienes acostumbrado, con un final abierto. ¿Seguirá? El secreto mejor guardado de todos los relatos de Elena.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Antonio, gracias por tu comentario. Me encantan los finales abiertos, pero en algunos casos sí que me dan ganas de continuar... Ya sabes que espero tu próxima publicación!!!!

      Eliminar
  3. Respuestas
    1. Gracias Lumy! Espero que sigas disfrutando de mis relatos... He visto que tienes un blog tú también. Le echaré un vistazo!

      Eliminar
  4. ¡Qué historia! No se te seca la cabeza de ideas

    Un saludo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Carnaval veneciano

Sola en el Titanic